Eslabones ardientes

Prometedor. Eso dijeron la primera vez que vieron. Sí, prometedor, tanto por mi talento como por el futuro que me esperaba. Al menos, lo segundo era mentira. Sólo me querían como ganado, como una pieza que vender al mejor postor. En medio de una guerra, ni las torres de alta hechicería pueden ser de fiar.
Al principio, todo fue bien. Podía comer todos los días, un lujo en los tiempos que corrían. Me dieron ropa limpia que, aunque no era nueva, no tenía agujeros, como aquella con la que llegué. Hasta me dieron unas botas. Me quedaban grandes, pero aún me quedaba por crecer. A las pocas semanas empezaron a sentarme bien. Entonces, como dijeron los más veteranos allí, “maduré”. A efectos prácticos, empecé a descubrir ese “talento” (nótese la ironía y el fastidio de esa palabra) que me hacía tan “especial”. La res estaba lista para ser sacrificada… Y, como res que era, me marcaron. Sí, con fuego. Ironía que que me la hicieran con hielo. Hielo tan frío que quemaba. Los magos y su peculiar humor. No por eso dolió menos. Pero ellos podían permitirse ser así de creativos. Por eso eran magos.
Esa fue la primera de muchas cicatrices, pero me marchó especialmente. Tenía forma de eslabón de cadena. Eso significaba que era un esclavo.
Un futuro prometedor, ¿verdad?
El día en que me marcaron aprendí dos lecciones importantes. La primera fue la de no fiarme jamás de los magos, bajo ningún concepto. Generalmente, quien tiene demasiado poder, tiende a creerse mejor que los demás. La segunda fue que las casualidades más remotas existen y, en contadas ocasiones, pueden ser a diferencia entre una vida de esclavo, o una oportunidad de morir en libertad.
Ese mismo día fue cuando el Imperio Shima atacó la Torre.