El Bastión Espejismo
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El ángel de alas negras

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Mensaje  Selene Mar Feb 23, 2010 6:57 am

Mi fiesta de cumpleaños duraba ya una semana, y solo desde ayer tenía los 15 años que tanto celebraba la flor y nata de la sociedad. ¿Acaso creían que era idiota o qué? ¿Mi padre pensaba que no era capaz de ver la codicia en sus ojos cuando me echaba en brazos de algún baboso repelente cuyo único afán parecía ser meter el hocico en mi escote?

No era estúpida, precisamente. Todos los allí presentes únicamente querían celebrar cómo florecía la “Rosa negra de Lesslión”, la más bella joya del Barón, cómo cumplía los quince años y me convertía en toda una mujer. ¡Y un cuerno! Aquellas interminables jornadas de fiestas tenían un único objetivo, que yo conocía a la perfección: venderme. Sí, venderme al mejor postor, a aquel que le ofreciera a mi padre un ascenso más alto en el sistema de castas. A los ojos de mi padre, y también de mi hermano, para qué engañarme, yo no era más que una moneda de cambio. Mi hermano sería el heredero y yo simplemente le conseguiría un poco más que heredar.

Los muy ilusos me creían tonta. ¿Para qué, si no, me iban a vestir como a una concubina barata, con unos vestidos que casi me hacían preferir ir desnuda? Tampoco era que hubiera mucha diferencia entre lo uno y lo otro.

El baboso con el que me tocaba bailar en ese momento me apretaba contra su cuerpo, y sí, manoseaba mi trasero de una forma que seguramente él creyera sutil. Las ganas de golpearle aumentaban por momentos, más aún cuando veía la sonrisita safisfecha en los rostros de mi padre y mi hermano. Eso significaba que el baboso en cuestión era influyente y tenía muchas posibilidades de ser quien al final me comprara.

—Creo que sus manos se han equivocado de camino, señor —dije, en voz baja. Ante todo, tenía que mantener la calma y guardar los modales.

El muy imbécil soltó una risita despectiva y me apretó más contra sí, afianzando incluso más sus manos en mi poco cubierto trasero.

—¿Cómo dices? —incluso su voz sonaba a imbecilidad profunda.

—Digo que esta pieza se baila con sus manos en mi cintura, señor.

—¿Y no están en tu cintura? —la ironía era más que obvia.

Gruñí para mis adentros y conté hasta cuarenta antes de esbozar una dulce sonrisa. Él miraba mi escote. Perdía el tiempo intentando mantener una expresión neutra cuando el imbécil ni siquiera prestaba atención a mi cara.

—Pues no, no lo están. Y sepa que como no deje de manosearme, tendrá problemas —dije, antes de poder contener mis palabras.

Eso llamó su atención lo suficiente como para que me mirara a la cara. Si sus ojos hubieran podido lanzar cuchillos, yo ya hubiera estado muerta. Muy a mi pesar, sentí que me recorría un escalofrío.

—Yo soy el Duque de Triestre, niña. Dime qué problemas puedes traerme tú, hija de un simple Barón. Si quiero tocarte, lo haré cuantas veces quiera, como quiera y donde quiera, y ninguno de los aquí presentes podría impedirlo —escupió. Apreté los dientes conteniéndome para no saltarle a la yugular. Afortunadamente, la melodía de la música cambió, lo que indicaba que había que buscar otra pareja. Él me apretó durante un instante más—. Seguiremos hablando, más tarde. Habrá que domar esa lengua tuya, pero serás una esposa perfecta.

Y dando una palmada en mis nalgas, me soltó y se fue en dirección a otra pobre muchacha. Medio temblando, me alejé al margen de la pista de baile, esquivando a los otros hombres que querían bailar conmigo, intentando recomponerme. La ventana estaba abierta y dejaba entrar el frío aire nocturno, lo cual me venía a las mil maravillas para despejar mi mente embotada.

Odiaba estar encerrada en ese lugar que ya no podía llamar casa, odiaba saber que nada de lo que me esperaba con esa panda de babosos era mejor que lo que ya tenía. Lo odiaba todo y a todos, por no haber ni un solo ser bueno en el que poder confiar. Si tan solo pudiera escapar…

Y entonces se me ocurrió. Echando un vistazo por la ventana y después inspeccionando el amplio salón de baile, vi que un montón de posibilidades se abrían ante mí. Y ni siquiera lo pensé. Con decisión caminé hacia el otro lado del salón y, cuando estuve en el punto más alejado, di media vuelta y eché a correr hacia la ventana como alma que lleva el diablo. En mi salto hacia el hueco que dejaba la ventana abierta, agarré la larga tela de terciopelo que cubría la pared, y me lancé al vacío.

Intenté hacer funcionar la tela como una capa de vuelo, pero era demasiado pesada, por lo que la caída fue más rápida de lo que esperaba. Por un momento creí que moriría, y tampoco me importó demasiado teniendo en cuenta la alternativa a no saltar.

Sin embargo, conseguí planear, no supe como, y aunque el aterrizaje fue duro, no me mató. Escuché muchos “crack”, sentí que mi piel se desgarraba en bastantes zonas, entre ellas mi cabeza, y estaba bastante segura de haber perdido la consciencia durante al menos medio minuto. Estaba muy herida, me dolía todo y ni siquiera estaba segura de ser capaz de moverme.

—¡Está viva! —oí la voz del Barón de Lesslión, a quien jamás volvería a llamar padre, gritar desde la ventana— ¡Cogedla, que no escape!

Y quizá fue la desesperación, pero encontré fuerzas donde no las tenía para ponerme en pie, ignorando el dolor, y correr y correr sin parar y sin un rumbo fijo. Sabía que había una guerra ahí fuera, pero ni siquiera me importaba. Todo lo que podía hacer era correr, y fue lo que hice casi hasta el amanecer.

Y entonces una figura se cruzó en mi camino, alguien a quien no vi hasta que no lo tuve casi a mi lado. Un hombre de ojos rojos, con una espada desenvainada en la mano, mirándome con una expresión que no supe interpretar. Fue entonces cuando volvió el miedo, el pánico, volvió en dolor en todo su esplendor, y, mientras caía al suelo, solo pude murmurar, antes de perder el conocimiento:

—Por favor, ayuda…me
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