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Crónicas de un gorrión sin alas.

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Mensaje  Aither Miér Jun 20, 2012 4:38 am

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CRÓNICAS DE UN GORRIÓN SIN ALAS.



    PARTE I: LA ALDEA ENTRE LAS MONTAÑAS.
Era una de las noches más frías que la aldea de Eirul había conocido. Una de esas en las que, además de helar, el aire del norte se cuela por debajo de las puertas, apaga fuegos y enfría hasta el alma. En definitiva, una mala noche para nacer. Sin embargo, los hados quisieron que bajo la blanca luz de la luna que iluminaba aquella tormentosa noche fuera concevida una pequeña niña, otorgándole algo que le diferenciaría del resto. Puede que fuesen las temperaturas, el fuerte viento o la casualidad, pero aquel día el espíritu de un pequeño gorrión, astuto y escurridizo, decidió reencarnarse en el mundo tomando la forma de aquella niña. Como cabe esperar, esa niña soy yo y esta es mi historia.

Me llamaron Aither. Según las antiguas culturas que poblaban la tierra de mis progenitores miles de años atrás, el "aither" era el aire superior, la parte brillante y mágica de la atmósfera, lo que respiraban los dioses. Un nombre un tanto rimbombante para la pequeña híbrido de pájaro... Aún hoy en día pienso que me lo pusieron con ironía. Sin embargo, no por ello deja de parecerme un nombre realmente hermoso.

Supongo que se dieron cuenta de que era especial el mismo día que nací. No es muy corriente que un recién nacido nazca con los ojos completamente negros, todo pupila. Esa fue la primera cosa que me diferenció del resto, hasta que comenzó a salirme el pelo. En vez del pelillo suave que les brota a los bebes, en mi cabeza empezó a asomar una ligera capa de plumón pardo. Entonces creo que todo se torció a peor.

A partir de ahí fue cuando el resto de los habitantes de Eirul dejaron de llamarme Aither y me pusieron el sobrenombre de "la niña pájaro". Un bonito nombre con el que crecer. No tenía amigos, o al menos, no de una especie humanoide. En cuanto comencé a tener uso de razón me escapaba de mi casa, dejando atrás a mis seis hermanos (todos ellos repitiéndome a cada segundo del día el hecho de que tenía una larga melena de plumas hasta la mitad de la espalda) y a mis padres (incapaces de defenderme ni una sola vez y que simplemente se limitaban a ver cómo su hija de los ojos negros y la melena de plumas era repudiada por el resto de la comunidad) y pasaba largas horas en el bosque.

De hecho, los momentos más felices de mi infancia transcurrieron en el bosque que rodeaba mi aldea natal. En ella no era "la niña pájaro" y simplemente podía ser... yo. Recuerdo el gozo que sentía en el pecho cuando corría ladera abajo, entre los castaños, las hayas y los robles, completamente libre, sin ataduras. O cuando me subía a la copa de los árboles más altos y me dedicaba a divisar el vasto valle que se extiendía más allá de los límites del bosque. También era divertido espiar a las pequeñas criaturas del mismo, ver qué hacían, descubrir sus guaridas secretas y observarles cuando nadie creía que les veía.

Y así transcurrió toda mi niñez. Hasta que llegó la guerra que acabó con todo. Me viene a la cabeza el día que el humo negro de la lucha cubrió mi aldea para siempre, dejándola reducida a cenizas. Y sólo encuentro dos palabras para definir todo lo sentí aquel día. Horror. Impotencia. Me encontraba en el bosque. Aquel era uno de esos días en los que me subía a la copa de los árboles y soñaba con que en vez de tener plumas en la cabeza tenía alas. Entonces vi el humo. Negro, como el carbón, como la oscuridad, como la muerte. Y supe que algo no iba bien. Corrí. Recuerdo que corrí tanto que todos los músculos de mi cuerpo se quejaban de la falta de oxígeno. Corrí. A pesar de que durante todos los años de mi infancia las personas que estaban masacrando habían hecho de mi vida el infierno que ahora estaban viviendo. Corrí. Porque oía los gritos de desesperación, los mismos que mi alma emitía cada vez que me lanzaban una de sus puyas. Y a pesar de correr, no llegué ni para ver cómo prendían fuego a las casas. Simplemente todo había quedado reducido a cenizas.

No me acerqué. Simplemente me quedé en la linde del bosque, viendo las cenizas de mi antiguo hogar. Sabía lo que decían de los hombres de la guerra. Que no eran buenos. Lo acababa de comprobar, y además, por si acaso, prefería no acercarme mucho por si ellos pudiesen estar ahí y hacerme lo mismo que a la gente de mi pueblo.

No había nada que quisiese recuperar, ni siquiera nada de lo que despedirme. Así que me di media vuelta y me fui con la esperanza de que en el próximo pueblo alguien me diese algo para comer, o que pudiese robar algo de algún puesto sin que el tendero se diera cuenta. Quizás encontrase algún pueblo en el que me sintiese realmente bien. O algún bosque en el que vivir. No sabía que me quedaba un largo camino hasta encontrar un buen hogar.

Tenía 10 años y ganas de olvidar. El mundo es terriblemente grande cuando cumples esas dos condiciones.
Aither
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Aprendiz de Domador

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