El Bastión Espejismo
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Sangre negra

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Mensaje  Allen Lun Jul 30, 2012 9:40 am

I

El séptimo de siete


Mi nombre completo es Ayron Lenpheor de Trieste, el menor de los siete hijos varones del Duque. Según su propio criterio, el peor de todos. El débil y enfermizo, el enclenque que no valía para general. Le horrorizaba que cultivara la poesía o que supiera pintar. Cuando aprendí a tocar la fíndula élfica me llevé la primera paliza. “¡Eso es cosa de doncellas!”, me escupió. Después me encerró durante una semana entera en un calabozo. Nadie me echó de menos. Todos me consideraban un problema. Los que podían haberse percatado de mi falta no tenían la sangre lo suficientemente pura como para hacerlo notar. Así que agacharon la cabeza y callaron. Aquí la sangre negra es lo que vale. Aunque, en mi caso, ni teniéndola me salvé. Debe ser cierto que ser séptimo de siete es símbolo de mala suerte.

Cuando murió mi madre por culpa de una extraña enfermedad, que curiosamente tenía los mismos síntomas que causaban las víperas escarlatas al morder a sus víctimas, nadie me hizo caso. Se dice que su color rojo se debe a que, cuando muerden, siempre acaban bañándose en la sangre de sus víctimas, porque estas terminan desangradas hasta la muerte. Lo curioso de esto es que ese tipo de reptil solo habita en el Desierto Central. Tan lejos e impenetrable que resultaba hasta sádico que eligieran esa cruel muerte para ella, cuyo único pecado fue rechazarle.

Tan cerca de la verdad, pero me dieron con la puerta en las narices. Apenas era un crío, ¿qué iba a saber el séptimo de siete sobre un tema médico tan complejo? ¿Cómo, eh? ¿Cómo? Sencillo, fue ahí cuando descubrí que la sangre negra podía resultar de utilidad cuando caminas entre las sombras y te deslizas en silencio a través de ellas, como una más. Es increíble la de secretos que pueden escucharse a través de los ojos de las cerraduras, bajo los peldaños de unas escaleras de roble o entre los pucheros de las cocinas. Así supe la verdad del Duque de Trieste, de mi padre. Hasta mi madre se había dado cuenta de que su corazón era igual de negro que su piel.

El caso fue que mi progenitor, a raíz de mis inapropiadas insinuaciones, vio peligrar su red de poder. Porque estaba claro que el niño enclenque estaba poniendo en tela de juicio la “fortuita” muerte de su esposa, justo cuando él ya estaba frotándose las manos por su próxima adquisición: la Flor Negra de Lesslion. Una muchacha de sangre pura y belleza incuestionable. Delicada, con gracia, y a punto de ser entregada al mejor postor. Si creía que mi suerte era mala, la suya parecía incluso peor.

En otras circunstancias, quizá no tuviera que haber visto cómo ese… individuo baboseaba a su nueva presa, cuando apenas había terminado el luto por nuestra madre. En otras circunstancias él ni siquiera podría haber puesto un dedo sobre esa pobre chica y se habría visto obligado a concertar un matrimonio con alguno de mis seis hermanos, que ya se habían cubierto de gloria en el frente. Pero al ser una fiesta en la que el mismísimo emperador había tomado parte, mi padre no tuvo más remedio que arrastrarme. Sí, arrastrarme. Ni él quería que yo fuera, ni yo quería estar. Pero el de sangre más pura manda, y el emperador sobre todos. Y puesto que lo que había ido a hacer allí era precisamente lo que ya estaba haciendo, se limitó a ignorar que el menor de sus hijos, el inútil sin futuro, estaba presente.

Así que tuve que comportarme, embutido en ese traje negro lleno de filigranas, con los colores de la familia, con el escudo de armas, con las chorreras, el pañuelo al cuello casi ahogándome, el pelo bien puesto hacia atrás y las botas lustrosas y brillantes. “Un caballero”, decían las doncellas que me ayudaban a vestirme así todos los días, pues yo no era capaz de ponerme esas hombreras tan incómodas yo solo. Yo veía a una marioneta, una que preferían esconder en el armario porque no le gustaba seguir el ritmo del titiritero.

Pero esa fiesta aún guardaba muchas sorpresas. Sobre todo, por parte de la gran anfitriona y centro de atención de toda la velada. No en vano, lo que celebrábamos era un cumpleaños, o eso decían. En toda la noche, bailé una vez con ella, y fueron unos escasos minutos. Nuestras miradas ni siquiera se cruzaron. Yo no quería estar allí, y ella seguramente menos incluso. De todas formas, yo tenía menos edad que ella, y estaba claro que yo no tenía ni interés ni era una amenaza.

El caso es que apenas llegó a terminar esa pieza. Cuando cambiamos de pareja, sé a quién le tocó a ella: a mi padre, por enésima vez. Poco después, se escuchó el rasgar de una tela, el frufrú de ésta al hincharse por el viento y el grito de alarma porque… la Rosa Negra había sido más lista que toda una corte. Se había lanzado por la ventana en una acción suicida. Sin embargo, tanto la muerte como la libertad serían dos opciones mucho mejores que a las que aspiraba en ese salón. En mi fuero interno, le deseé lo mejor.

Mi regocijo fue inmenso cuando descubrí que sobrevivió, de nuevo en una susurrante conversación a través de las cortinas de un dormitorio. Pero yo sabía que eso no detendría al Duque, así que lo único que pude hacer fue no bajar la guardia. Tarde o temprano, más temprano que tarde, encontraría alguna forma de cobrarse su venganza. Efectivamente, no pasó un ciclo antes de que empezara el desfile de mercenarios en las zonas bajas de la ciudadela. La parte buena es que muchos nunca volvían, y otros sólo para decir que esa rosa no existía. La última fue una joven dragnea de mirada fría. No llegué a saber nunca si consiguió su cometido. Se libraron de mí antes.

¿Quizá porque descubrió que alguien había conseguido interceptar su último cargamento no declarado de víperas y lo redujo a cenizas? ¿Consiguió alguna pista que lo relacionara conmigo? ¿O porque se corrió el rumor de lo mal amante que era? ¿Llegó realmente a sospechar de mí? Traté de ser cuidadoso hasta la saciedad en ambos casos, que no los únicos. Pero todo es posible. Se quedó en otras de las muchas incógnitas que añadir a mi lista de pendientes.

Con mis hermanos lo tuvo siempre mucho más fácil. Mandó a los seis primeros fuera de los muros del Imperio. Como generales. Conmigo no había podido hacer lo mismo… de momento. Demasiado joven y sin vocación. Supongo que por eso me metió a infantería, para que me “forjara en carácter”. Pero creo que fue con otras intenciones, la de que me matarían antes de conseguir eso que me pedía. No obstante, hay que admitir que se tomó su tiempo hasta que ideó la excusa perfecta para alistarme en uno de los batallones que más bajas tenía. Alegó que así mi gloria sería mayor y ayudaría a limpiar la mancha que había caído sobre mi nombre, y su apellido. Así dejé el Imperio, como un raso más. Hacia el frente.

Realmente, séptimo de siete tiene que ser la peor de las suertes. Sin embargo, todavía no sabía cuán oscura podía ser, ni retorcida. Aún no había tocado fondo.

Por suerte, o para mi desgracia.

Allen
Allen
Aprendiz de Acechador

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